Isabel de Godín
Las piernas no soportaban más el peso de aquel cuerpo abatido por los sinsabores de una travesía suicida; no pasaban más de cinco segundos para que volvieran a flaquear y a sentir el temblor frenético que habían aprendido a usar con el propósito de que su dueña desistiera de su incansable búsqueda. Pero, no lo consiguieron porque en el corazón de aquella mujer no había más que desolación por el pasado y esperanza por el futuro. Un paso más y quedó desbaratado el último rastro de lo que fueran las exquisitas botas de viaje que usaba al salir del corregimiento; por un instante sintió alivio al contacto con la vegetación, una ligera humedad recorrió las plantas de los pies e inundó los surcos dibujados por la adversidad. No obstante, el consuelo se tornó en penitencia. Un frío intenso ingresó por las múltiples heridas y llegó hasta los huesos con un dolor como si soplaran dentro de ellos, expulsando la savia vital.
Una ampolla explotó y los tejidos quedaron desprotegidos y atentos a conocer nuevas formas de dolor. En eso se había vuelto una experta: no sólo en lo físico sino también en cosas del corazón, en la pérdida, en la soledad, en el desgarre de saber que nunca más vería a los amados. Indiscutiblemente, prefería lo primero.
El rostro era una máscara grotesca, repleta de pústulas y cuarteamientos, cada uno de los cuales empezaron a arder insoportablemente. Al mismo tiempo, en las piernas, dentro de la piel, sintió un cosquilleo extraño. Al tocarse y mirar encontró un montón de pequeños insectos recorriéndole su humanidad. Al caer sobre la maleza, tropezó con una masa inerte y descubrió el cadáver de un hombre, congelado con un rictus de súplica. No pudo más y gritó con todas sus fuerzas.
Juan despertó conmocionado por el grito de su esposa, aunque ya casi se había convertido en un rito el sobresalto provocado por las pesadillas de Isabel. Como siempre, Juan la abrazó tiernamente, mientras ella se acurrucó en su regazo, pero con la misma mirada distante con la que había regresado de su travesía por la selva oriental de América.
A pesar de la diferencia de edades –él le llevaba 14 años- y de la diferencia de cultura -Juan, de Francia; Isabel, de la Real Audiencia de Quito- el amor había nacido con lazos fuertes.
Juan Godin des Odonnais llegó a Quito en 1736 con la Misión Geodésica francesa, comandaba por su primo Luis Godin.
Como ayudante de la Misión, Juan recorrió los caminos de la Real Audiencia y en Quito conoció a Isabel Gramesón, una jovencita criolla, hermosa, vivaz, educada y alegre.
En ambos nació un amor que llegó al altar a finales de 1741, cuando Isabel tenía 14 años.
En 1743, la pareja se radicó en la villa de Riobamba, lugar de residencia de la consorte. Allí el francés se dedicó al comercio y al cobro de alcabalas, actividades que no les fueron favorable.
Isabel y Juan tuvieron varios hijos que murieron a temprana edad por las enfermedades infecciosas para las cuales aún no había cura. La muerte del padre de Juan y la precaria situación de la Audiencia, incidieron para que el francés decidiera viajar a su país natal. Decidió emprender el viaje solo, debido al nuevo estado de gravidez de Isabel, y escogió la ruta hacia el Atlántico por la selvas orientales, la misma que habían tomado sus amigos Charles Marie de La Condamine y Pedro Vicente Maldonado.
El 10 de marzo de 1749 partió con la promesa de adelantarse y disponer todo para que Isabel y la criatura pudieran realizar un viaje sin contratiempos.
En la zona del Amazonas estuvo en colonias españolas, portuguesas y avanzó hasta la Guyana Francesa –la isla de Cayena- para facilitar los trámites del viaje con su propio gobierno. Esto fue en 1750. Ahí se enteró del nacimiento de su hija. Desde entonces, Godin se dedicó a enviar proyectos a su gobierno y solicitudes de pasaportes para su familia, documentos que nunca llegaron. En los intentos transcurrieron 15 años.
Isabel, durante ese tiempo, había recibido noticias de su esposo de forma muy esporádica, pero mantenía intacta la ilusión de reunirse con él.
En 1768, Isabel sufrió la pérdida de su hija a causa de la viruela. Aquel suceso la convenció de que debía abandonar Riobamba y reunirse con su esposo. Preparó el viaje y a él se unieron sus hermanos Juan y Antonio, el hijo de éste Martín; su padre Pedro Manuel y su servidor Joaquín, quien conocía la ruta. Su familia se aprestó a acompañarla debido a lo largo del viaje, que debía cumplirse a pie y por vía pluvial, a los peligros que pudieran presentarse en la selva virgen. En aquella época, las travesías como esta duraban años.
Al llegar a la misión de Canelos descubrieron que la peste de viruela había matado a la mayoría de la población. De casualidad encontraron a unos indios que le prometieron conducirlos hasta Andoas; sin embargo, una vez construidas la canoa, los indios desaparecieron. Trataron de embarcarse solo por el río Bobonaza, pero estuvieron a punto de ahogarse. Por eso, Isabel tomó la decisión de enviar una comisión para buscar ayuda; en ésta iba su padre. Se concretó la resolución, pero la ayuda tardó en llegar por lo cual el resto de la familia Gramesón construyó una balsa pequeña y se lanzó nuevamente a la aventura. Volvieron a naufragar, y cansados del agua empezaron a caminar; para cortar camino ingresaron a la selva y se perdieron a los pocos días. La selva tupida se mostró aterradora y entonces, cansados, con hambre y sed, los viajeros se desplomaron y expiraron uno por uno. Solamente sobrevivió Isabel, tendida y vencida junto a los cadáveres por dos días. Impulsada por una fuerza providencial, se armó de valor, cortó los zapatos de sus hermanos, ató las suelas y se las calzó; además cubrió los harapos con los pantalones de uno ellos. Vagó nuevamente por la selva y logró encontrar la orilla del Bobonaza. Más tarde, unos aldeanos la encontraron y le prestaron ayuda.
Aún meses más tarde pudo reunirse con su padre y finalmente con su esposo, después de 21 años de ausencia. Tres años demoró más el viaje hacia Francia. El 26 de junio de 1773, Juan, Isabel y su padre Pedro Manuel llegaron a su destino y se instalaron en la ciudad de Saint Amand de Montrond.
Diecinueve años vivieron juntos los esposos Godin, hasta que la muerte de Juan volvió a separarlos nuevamente; pero no por mucho tiempo, pues Isabel lo alcanzó siete meses después.
Quienes conocieron a Isabel, en su estancia en Saint Amand de Montrond, contaban que la señora presentaba siempre una sonrisa y una mirada melancólica; así como en el rostro, las huellas de las picaduras de los insectos de la selva. No le gustaba hablar de su aventura y había madurado en ella, un cierto temor a la oscuridad. Muchas veces se le vio abriendo un cofre, en donde guardaba las sandalias que se había hecho con los zapatos de sus hermanos. Durante el resto de su vida, Juan trató de ser el elixir de paz que exigía la atormentada memoria de su mujer, porque en el fondo se sentía responsable, en parte, de la tragedia que había vivido Isabel de Godin.
Fuente: “Una historia de amor”, Carlos Ortiz Arellano.