El nuevo Salvador Izquierdo
Miguel Molina Díaz
Para Enrique Vila-Matas la novela es algo todavía por hacer, un territorio que no hemos alcanzado a explorar ni siquiera el diez por ciento. Salvador Izquierdo, escritor ecuatoriano y aventurero, ha incursionado en esos pantanos y ha encontrado una ciudad, la ciudad de las letras latinoamericanas olvidadas, proscritas, eternamente inéditas y disueltas. El nuevo Zaldumbide (Editorial Festina Lente, 2019), su más reciente novela, es un riguroso trabajo intelectual y profundamente literario, en los términos del género, y de la historia, a veces difusa, de la literatura ecuatoriana.
Este libro es muchas cosas y todas se escriben con vértigo. La ansiedad del lector que, desbordada, se convierte en la ansiedad del escritor. La masculinidad andina, trazada por su problemática de clase y violencia de género. Las cartas de casi todos los intelectuales a Benjamín Carrión, para quejarse, para dar continuidad a las rencillas, para pedir ayuda y, a veces, socorro. La relectura de una novela cuyo autor fue, en su momento, confinado al ostracismo por la intelectualidad de izquierda y que aún hoy sería incómoda para el puritanismo políticamente correcto. La hipocresía. La diplomacia como refugio de poetas. La bruma de los Andes. La memoria de los abuelos. Una ciudad letrada cuya imagen se desvanece entre las nubes del futuro.
Esta columna, entonces, habla de dos libros. El que escribió Salvador Izquierdo y otro guardado en los confines de su adolescencia. El historiador Jorge Salvador Lara no sabía que el libro que le regalaría a su nieto, cuando este tenía 15 años, sólo sería leído dos décadas después, en medio de un periodo eufórico y oscuro de la política ecuatoriana, de las ideologías, de la literatura como territorio lúcido. Probablemente, no sospechaba que ese obsequio lo convertiría, a él mismo, en personaje de una novela. El libro obsequiado fue la Égloga trágica (1956), de Gonzalo Zaldumbide. Una novela olvidada de la que nace una novela nueva. Un libro que convierte a su lector en personaje. ¿Acaso el Salvador Lara de El nuevo Zaldumbide es el intelectual canónico que murió en 2012? Por supuesto que no. Todo es literatura.
Lo cierto es que nuestros abuelos no saben, porque no se lo imaginan, la magnitud que en nuestras vidas tienen las ofrendas que nos hacen. Sospecho que ese momento, real o literario, en el que Jorge Salvador Lara le obsequia a su nieto la Égloga trágica tiene más significados: le regala, quizá, la literatura y la historia del Ecuador, pero también un hogar, el amor a los libros, la ansiedad de querer leer todos los libros del mundo aunque el tiempo de la vida no alcance, el deseo de escribir que se parece tanto al deseo de perecer, esos espacios de paz y luz que nos da el arte. El nuevo Zaldumbide no es un acto de nostalgia, sino una conciencia del tiempo andino que es realidad pura, multidimensional. En sus páginas, el abuelo sigue haciéndole a su nieto un regado, sigue estando en pie la Librimundi de la Mariscal, sigue Jorge Enrique Adoum hojeando una novela de Javier Vásconez, seguimos todos escribiéndole a Benjamín Carrión para que nos cobije.
No sé si la que ha escrito Salvador Izquierdo es una novela sobre la infancia de todos nosotros, los que amamos las letras y las piruetas. La frase que él, o más bien dicho el personaje y narrador que tiene su mismo nombre, subrayó en la Égloga trágica es: “Nunca vuelven los que se van”. Es cierto. Siempre cambiamos. Todo cambia. Nunca releer implica volver al mismo libro. Son otros los ojos que lo leen. Es otra la vida. El nuevo Zaldumbide es, además, una novela sobre los objetos que ya no vamos a olvidar. Como el ejemplar de Cabeza de gallo (1966) que César Dávila Andrade envió a Salvador Lara y a Teresa Crespo, su esposa, desde Caracas, un año antes de cortarse la yugular. Sobre Gonzalo Zaldumbide se dijo que tenía una vida errante y dispersa, que desperdiciaba sus dones, que carecía de ambición. Escribió la Égloga trágica entre 1910 y 1911; sólo la publicó más de cuatro décadas después, casi sin cambios. Quizá sabía, muy en el fondo, que el destino transmigratorio de todo escritor ecuatoriano es ser personaje de ficción.